EM., Tribuna, 10-09-09.
El legado intelectual de Darwin en el siglo XXI es saber que tenemos una naturaleza humana, que nos permite entender por qué somos como somos.
Por Álvaro Fischer Abeliuk.
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El filósofo Daniel Dennett afirmó en su libro “La peligrosa idea de Darwin” que si él tuviera que darle un premio a la mejor idea jamás concebida, se lo daría a Darwin, antes que a Newton, Einstein o cualquier otro, porque la idea de selección natural “de una plumada unifica el ámbito de la vida, y sus significaciones y propósitos, con el tiempo y el espacio, la causa y el efecto, el mecanismo y la ley física”. Con ello quiso indicar que la selección natural nos permite pasar de manera coherente desde los objetos físicos a un subconjunto de ellos, los seres vivos, y entre éstos, a aquellos capaces de generar cultura (información que no se transmite por medio de los genes, sino por imitación, aprendizaje o enseñanza), como los seres humanos, que les dan significado y propósito a sus acciones.
El mecanismo de selección natural que propuso Darwin no tiene un propósito que lo guíe (las variaciones genéticas generadas son todas al azar) ni un cerebro central que lo organice (la prueba de supervivencia y reproducción a que es sometido cada ser vivo ocurre de manera descentralizada en el particular nicho ecológico en que le toque vivir). Esto también puede traducirse afirmando que el diseño que observamos en el mundo natural, los rasgos que exhiben los seres vivos, no requieren de un diseñador. Todo esto introdujo una gran disrupción en el escenario intelectual del siglo XIX, y sus repercusiones siguen hasta nuestros días. Asimismo, esta mirada les quita el carácter especial que los seres humanos se conferían a sí mismos, para transformarnos en una especie más que proviene de especies antecesoras.
Aunque no se requiera de un diseñador para entender el mundo a nuestro alrededor, eso no prueba la inexistencia de Dios, sino permite no invocarlo para explicarlo. Eso deja algún espacio a creyentes y no creyentes para compatibilizar sus convicciones con la evolución por selección natural, según la mayor o menor comodidad intelectual que eso le genere a cada uno.
Las ideas de Darwin habían dejado pavimentado el camino para comprender las conductas de los seres humanos, pues la selección natural moldeó nuestra mente (el procesamiento de información que ocurre en nuestro cerebro), que es donde se generan esas conductas. Sin embargo, esas ideas fueron contaminadas con una mancha moral por el así llamado “darwinismo social”. Éste afirmaba que la “supervivencia del más fuerte” se podía trasladar a las doctrinas políticas, desde la eugenesia hasta las atrocidades del nacionalsocialismo alemán, basado en “falacia naturalista” (lo que “es” naturalmente, también “debe ser” moralmente) e invocando el error fáctico de que la “supervivencia del más fuerte” era una manera adecuada para describir la selección natural. Cuando Hamilton y Trivers, entre 1964 y 1971, mostraron que el altruismo y la cooperación forman parte de las conductas que surgen por selección natural, sin contradicción con los postulados de Darwin, dicha mancha moral pudo ser limpiada, y la perspectiva evolucionaria comenzó a florecer de nuevo.
Ello permitió describir los rasgos de los humanos con sus principales motivaciones, y los mecanismos cognitivos y emocionales que gatillan sus conductas, como herramientas moldeadas por selección natural, que permitieron resolver adaptativamente los problemas que nuestros antepasados cazadores-recolectores enfrentaron decenas e incluso cientos de miles de años atrás. Esos rasgos son específicos de nuestra especie, y nos permiten afirmar la existencia, con sustento científico, de una naturaleza humana, desafiando de esa manera la suposición posmoderna de que no la hay. Las personas no somos una tabla rasa, sino que heredamos al nacer una serie de herramientas precableadas con las que enfrentamos el mundo, y que, en interacción con el entorno cultural, generan lo que llamamos seres humanos. La vieja oposición entre determinismo genético y determinismo cultural ha sido superada.
El legado intelectual de Darwin en el siglo XXI es saber que tenemos una naturaleza humana, que nos permite entender por qué somos como somos. Y mientras mejor lo entendamos, estaremos en mejores condiciones para formular políticas públicas adecuadas, porque las diseñaremos conociendo para quienes están diseñadas, algo que la perspectiva evolucionaria nos está ayudando a desentrañar.
El legado intelectual de Darwin en el siglo XXI es saber que tenemos una naturaleza humana, que nos permite entender por qué somos como somos.
Por Álvaro Fischer Abeliuk.
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El filósofo Daniel Dennett afirmó en su libro “La peligrosa idea de Darwin” que si él tuviera que darle un premio a la mejor idea jamás concebida, se lo daría a Darwin, antes que a Newton, Einstein o cualquier otro, porque la idea de selección natural “de una plumada unifica el ámbito de la vida, y sus significaciones y propósitos, con el tiempo y el espacio, la causa y el efecto, el mecanismo y la ley física”. Con ello quiso indicar que la selección natural nos permite pasar de manera coherente desde los objetos físicos a un subconjunto de ellos, los seres vivos, y entre éstos, a aquellos capaces de generar cultura (información que no se transmite por medio de los genes, sino por imitación, aprendizaje o enseñanza), como los seres humanos, que les dan significado y propósito a sus acciones.
El mecanismo de selección natural que propuso Darwin no tiene un propósito que lo guíe (las variaciones genéticas generadas son todas al azar) ni un cerebro central que lo organice (la prueba de supervivencia y reproducción a que es sometido cada ser vivo ocurre de manera descentralizada en el particular nicho ecológico en que le toque vivir). Esto también puede traducirse afirmando que el diseño que observamos en el mundo natural, los rasgos que exhiben los seres vivos, no requieren de un diseñador. Todo esto introdujo una gran disrupción en el escenario intelectual del siglo XIX, y sus repercusiones siguen hasta nuestros días. Asimismo, esta mirada les quita el carácter especial que los seres humanos se conferían a sí mismos, para transformarnos en una especie más que proviene de especies antecesoras.
Aunque no se requiera de un diseñador para entender el mundo a nuestro alrededor, eso no prueba la inexistencia de Dios, sino permite no invocarlo para explicarlo. Eso deja algún espacio a creyentes y no creyentes para compatibilizar sus convicciones con la evolución por selección natural, según la mayor o menor comodidad intelectual que eso le genere a cada uno.
Las ideas de Darwin habían dejado pavimentado el camino para comprender las conductas de los seres humanos, pues la selección natural moldeó nuestra mente (el procesamiento de información que ocurre en nuestro cerebro), que es donde se generan esas conductas. Sin embargo, esas ideas fueron contaminadas con una mancha moral por el así llamado “darwinismo social”. Éste afirmaba que la “supervivencia del más fuerte” se podía trasladar a las doctrinas políticas, desde la eugenesia hasta las atrocidades del nacionalsocialismo alemán, basado en “falacia naturalista” (lo que “es” naturalmente, también “debe ser” moralmente) e invocando el error fáctico de que la “supervivencia del más fuerte” era una manera adecuada para describir la selección natural. Cuando Hamilton y Trivers, entre 1964 y 1971, mostraron que el altruismo y la cooperación forman parte de las conductas que surgen por selección natural, sin contradicción con los postulados de Darwin, dicha mancha moral pudo ser limpiada, y la perspectiva evolucionaria comenzó a florecer de nuevo.
Ello permitió describir los rasgos de los humanos con sus principales motivaciones, y los mecanismos cognitivos y emocionales que gatillan sus conductas, como herramientas moldeadas por selección natural, que permitieron resolver adaptativamente los problemas que nuestros antepasados cazadores-recolectores enfrentaron decenas e incluso cientos de miles de años atrás. Esos rasgos son específicos de nuestra especie, y nos permiten afirmar la existencia, con sustento científico, de una naturaleza humana, desafiando de esa manera la suposición posmoderna de que no la hay. Las personas no somos una tabla rasa, sino que heredamos al nacer una serie de herramientas precableadas con las que enfrentamos el mundo, y que, en interacción con el entorno cultural, generan lo que llamamos seres humanos. La vieja oposición entre determinismo genético y determinismo cultural ha sido superada.
El legado intelectual de Darwin en el siglo XXI es saber que tenemos una naturaleza humana, que nos permite entender por qué somos como somos. Y mientras mejor lo entendamos, estaremos en mejores condiciones para formular políticas públicas adecuadas, porque las diseñaremos conociendo para quienes están diseñadas, algo que la perspectiva evolucionaria nos está ayudando a desentrañar.
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