En su libro “Ética para Amador”, Fernando Savater comparte un cuento chino.
“Érase una vez en la vieja China un joven príncipe que se convirtió en emperador a la muerte de su padre. Tenía una noble ambición: ser un gobernante sabio y justo para hacer feliz a su pueblo.
Se propuso entonces estudiar exhaustivamente la historia de su país, su geografía, sus diversas costumbres y religiones, sus recursos naturales, los últimos estudios científicos sobre psicología y sociología, los avances tecnológicos, en fin, todo lo necesario para gobernar con sabiduría y justicia.
Con este fin reunió a los más destacados sabios de su reino y les pidió un completísimo informe enciclopédico que aclarase todas sus dudas.
Los expertos se pusieron inmediatamente a trabajar.
Diez años después el comité de sabios se presentó ante el emperador, transportando con muchas dificultades treinta enormes volúmenes, de muchos miles de páginas, con el resultado de sus investigaciones. Pero el emperador, ya inmerso en sus tareas de gobierno, se impacientó ante una obra tan prolija. ‘¡No tengo tiempo de leer esos mamotretos! Necesito algo más resumido. ¡Y rápido, que me urge iniciar las refirmas pendientes!’.
Los científicos se retiraron con respetuosas reverencias a preparar el resumen.
Diez años después regresaron con quince copiosos volúmenes. Por entonces el emperador intentaba sofocar una rebelión en las provincias del norte, combatía en la frontera sur contra un invasor y mitigaba los efectos de un ciclón en el norte. ‘¿De dónde quieren que saque tiempo para estudiar tanto libraco? ¡Rápido, prepárenme un resumen manejable y no me entretengan con detalles superfluos!’.
Algo contrariados por la nueva exigencia, los eruditos regresaron a sus estudios y diez años después se presentaron otra vez ante el emperador con único, monumental y congestionado volumen que comprimía todo el saber.
Pero a estas alturas el emperador estaba en su lecho de muerte.
Cuando los guardias los despedían, los sabios hablaron entre sí. De pronto, a la orden de los demás, uno de ellos se acercó a la cabecera del emperador moribundo y le susurró al oído este mensaje definitivo: ‘Los humanos nacen, aman, luchan y mueren’.
¿Acaso no es siempre así en todos los países y culturas, en todas las épocas? ¿Hace falta realmente saber mucho más para afrontar con conocimiento de causa el proyecto permanentemente abierto de la buena vida?”
“Érase una vez en la vieja China un joven príncipe que se convirtió en emperador a la muerte de su padre. Tenía una noble ambición: ser un gobernante sabio y justo para hacer feliz a su pueblo.
Se propuso entonces estudiar exhaustivamente la historia de su país, su geografía, sus diversas costumbres y religiones, sus recursos naturales, los últimos estudios científicos sobre psicología y sociología, los avances tecnológicos, en fin, todo lo necesario para gobernar con sabiduría y justicia.
Con este fin reunió a los más destacados sabios de su reino y les pidió un completísimo informe enciclopédico que aclarase todas sus dudas.
Los expertos se pusieron inmediatamente a trabajar.
Diez años después el comité de sabios se presentó ante el emperador, transportando con muchas dificultades treinta enormes volúmenes, de muchos miles de páginas, con el resultado de sus investigaciones. Pero el emperador, ya inmerso en sus tareas de gobierno, se impacientó ante una obra tan prolija. ‘¡No tengo tiempo de leer esos mamotretos! Necesito algo más resumido. ¡Y rápido, que me urge iniciar las refirmas pendientes!’.
Los científicos se retiraron con respetuosas reverencias a preparar el resumen.
Diez años después regresaron con quince copiosos volúmenes. Por entonces el emperador intentaba sofocar una rebelión en las provincias del norte, combatía en la frontera sur contra un invasor y mitigaba los efectos de un ciclón en el norte. ‘¿De dónde quieren que saque tiempo para estudiar tanto libraco? ¡Rápido, prepárenme un resumen manejable y no me entretengan con detalles superfluos!’.
Algo contrariados por la nueva exigencia, los eruditos regresaron a sus estudios y diez años después se presentaron otra vez ante el emperador con único, monumental y congestionado volumen que comprimía todo el saber.
Pero a estas alturas el emperador estaba en su lecho de muerte.
Cuando los guardias los despedían, los sabios hablaron entre sí. De pronto, a la orden de los demás, uno de ellos se acercó a la cabecera del emperador moribundo y le susurró al oído este mensaje definitivo: ‘Los humanos nacen, aman, luchan y mueren’.
¿Acaso no es siempre así en todos los países y culturas, en todas las épocas? ¿Hace falta realmente saber mucho más para afrontar con conocimiento de causa el proyecto permanentemente abierto de la buena vida?”
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